Discurso de entrada Antonio Suazo
De la ficha que tuvimos que rellenar en el colegio cuando hice ingreso sólo me acuerdo de una pregunta y las dudas que tuve para responderla: “profesión del padre”.
A mi me parecía que mis compañeros lo tenían más fácil, sus padres esran labradores, militares, médicos, abogados….los míos tenían un bar restaurante pequeño, en la calle Manzana, con esos datos ¿qué respuesta daba a la pregunta?: “profesión del padre”: tiene un restaurante, puse. También recuerdo que cuando llegue a casa se lo comenté a mis padres para ver qué les parecía.
Mis palabras hoy quieren ser un recuerdo de las emociones, de las cosas, que pasaban en aquella casa tan ajetreada, que compartíamos mis padres, dos tías Paulina y Angelines, mi hermana y yo.
Mis abuelos se trasladaron desde el bar que tenían en María de Molina, muy cerca de donde actualmente está el Suizo, al Bar Manzana, al lado del Ayuntamiento y que poco después se convertiría en el conocido, y sobre todo querido, Suazo.
Mi madre, Piedad, empezó ayudando a mi abuela a preparar las meriendas que daban entonces, sardinas rebozadas, callos, y … que mi padre “el de los famosos huevos de Hilario” se encargaba de servir a los clientes en aquellas mesas de mármol y patas de hierro fundido.
Mi madre apunta maneras desde el principio. En cierta ocasión, Fernando Domínguez, el torero, que frecuentaba habitualmente la casa con su grupo de amigos después de comerse un poco de merluza y una ensalada, le dijo a mi padre: “Hilario, esto sólo lo hace tu madre”. Sobreponiéndose a su natural timidez se atrevió a decirle que su madre estaba en el pueblo y que lo había hacho su mujer. Con ese reconocimiento, la autoestima de mi madre, que siempre ha sido buena, subió un poquito más.
Seguro que os habéis preguntado por qué tuvo tanto éxito aquel pequeño figón de la calle da la Manzana por el que han pasado toda la torería y la gente del teatro, el príncipe, y gentes de la ciudad que se sentían orgullosas de poder llevar a sus amigos a pasar un rato buen donde Hilario, un sitio muy pequeño pero donde se comía muy bien y donde te encontrabas como en casa. García Abril en un magnífico artículo titulado “Las manos de Piedad”, lo atribuía a que lo que se servía “era oro molido”.
Yo, que conocía bien sus afanes, os digo que lo fundamental que compartían los dos era la ilusión por hacer las cosas bien, mejor dicho muy bien, ser los mejores, cada uno las suyas.
Ir a los mercados el del Val y el del Campillo, a primera hora después de la agotadora jornada del día anterior para elegir la mejor merluza, o los guisantes más tiernos, o un buen morro, era tarea de mi madre.
El cómo era capaz en aquella cocina bilbaína de casa normal que todo la saliese tan bien; mejor se lo preguntáis a ella directamente o a Julio que ya nos ha contado cómo hacía los callos.
¿Pero y los huevos fritos? ¿Qué hacia para que la quedasen con aquella puntilla?, ¿freía las claras y luego añadía las yemas?, como decían algunos, o añadía un poco de leche, como decían otros.
Era más sencillo pero también más arriesgado. Los huevos de Piña de Campos, los cascaba en un plato hondo que aproximaba, como si de una ofrenda se tratase, a una sartén de mucho fondo, con mucho aceite y muy caliente, humeante. El contacto de los huevos con el aceite casi hirviendo era un espectáculo de humos y ruidos. Una vez en la sartén con la ayuda de una espumadera los rociaba de aceite por encima a la vez que recogía las claras para darles aquella forma tan característica. Era una operación arriesgada de la que mi madre salía en alguna ocasión, no escaldada, pero sí con quemaduras en las manos, otras veces se autoinflamaba el aceite y las llamas nos asustaban a todos los que estuviésemos por allí, y lo que estaba garantizado era una especie de neblina de partículas de aceite por toda la cocina y que yo me llevaba pegada en los cristales de las gafas. Como si hubiese estado al lado del mar.
Esta casa se caracteriza por tres cosas: “por lo poco que damos, lo mucho que tardamos y lo caro que cobramos” les decía Hilario orgulloso a sus clientes, alguno de los cuales estáis aquí, cuando venían con algún amigo, después de haberles recitado la carta; que también la tenía escrita como era preceptivo, y que reservaba para las personas que no conocía
“Hoy les podemos ofrecer:
– Consomé: que es caldo del cocido de casa, quiere decir que no es Avecrem, ni ciertas cosas que suelen dar por ahí
– Los clásicos huevos fritos, un par de huevos fritos, no crean que van a encontrar nada especial, solos o con morcilla
– Merluza recién rebozada: una de las mejores de España e islas adyacentes
– Menestra: a base de guisantes, fondos de alcachofa y puntas de espárrago, todo ello natural, con un poco de ternera picada y jamón, puesto en ello las manos de Piedad, mi mujer, la cocinera.”
Y así seguía recitando con seriedad muchos más platos de aquella cocina de mercado con la que intentaba seducir a su variada clientela
Y de postre, pues el postre de la casa,que no era de la casa: un chino, un ruso y un dulce Freixa o las natillas hechas a mano por mi madre a fuerza de vueltas y vueltas, entre la comida y las cenas.
Con el lenguaje actual podríamos decir sin temor a exagerar que Suazo era una empresa excelente: a la selección de materias primas a la que nos hemos referido anteriormente, a la ilusíón de mi madre que me decía “que se lo pasaba bien guisando”, se añadía la selección de los proveedores de todo tipo: el clarete de Cigales, el tinto de Toro de Frutos Villar, las morcillas de la Sra. María ….
Para acabar un par de confidencias: Suazo siempre estaba lleno, había que reservar o te arriesgabas a tener que esperar y es que había muy poco sitio: cuatro mesa atrás y otras cuatro que había nada más entrar, separadas, como alguno recordaréis, por el mostrador de zinc y por el hueco de la escalera por donde mi padre con una extraña habilidad subía y bajaba todos los platos por aquella escalera de madera con los peldaños desgastados de tantas subidas y bajadas, A mi me costó entenderlo, pero con ese éxito ¿por qué no ampliaban?. Muchos clientes le decían y él luego lo comentaba con mi madre: que ampliase o que se fuese a Madrid, que aquello sería un buen negocio, que el dinero no iba a ser un problema. Pero es que para mis padres Suazo estaba hecho a su medida, lo dominaban, ganaban dinero y además sabían que lo tenían todo controlado, entonces, ¿para qué dar el salto?. Tenían claro el objetivo.
Y para terminar quiero hacerlo con las últimas palabras del artículo de Martín Abril, que antes recordaba: “Saber el oficio. Las manos de Piedad”
“¿No estamos en presencia de una artesanía ejemplar? ¿En qué reside el secreto de este establecimiento? Hilario lo dice: en las manos de Piedad.
Y yo pienso que en todos los menesteres de la vida se puede conseguir la celebridad, cuando en los menesteres se pone sabiduría, estilo y fervor. Aquí en este figón hay historia de madurez, de decantación lenta, de experiencia inteligente, de gracia no improvisada. Es sencillamente el saber hacer el saber el oficio”.
Y madre, para la que os pido un aplauso, sabía muy bien el oficio.
Valladolid 7.10.2008